sábado, 10 de mayo de 2008

Una Obejita - Muriel


Muriel


Ella se empeña en llamarme, todo el tiempo sin descanso. Aunque por momentos parezca que el clamor de aquella voz merodeadora de suburbios desaparezca, es sólo mi mente queriendo modificar la abrumadora y zozobrante realidad que me persigue a diario, queriendo persuadirme a que de una vez por todas me resigne a perderme a mí misma.

No es la única voz que oigo, más sí realmente la única que me interesa, quizás porque me echó de mi misma más de una vez. No es difícil de comprender, simplemente me veo obligada a abandonarme un tiempo como si una madre dejara a su niño en la casa de la abuela un fin de semana, aunque, por supuesto, mi caso es mucho más profundo e interesante. Se podría explicar del siguiente modo:

Profunda tranquilidad en mí, como ese silencio pasivo que precede la tormenta. De súbito, todo cambia y se torna agresivo a perverso, me escapo de la calma para adentrarme en los páramos de la vehemencia. Allí todo es oscuro e imperecedero, todo menos una puerta blanca confeccionada en una madera finísima deteriorada por el tiempo. Yo puedo oír claramente sollozos y clamores terribles tras la puerta. Pareciera ser gente, como personas ansiosas por ingresar a la inmensidad infinita en la cual yo me encontraba. Claro está que había, y hay, un lugar para uno solo, y cada uno de ellos esperan atravesar la puerta para sacarme, más nadie lo logró, nadie excepto una... Yo que siempre tranquila me encontraba en mi propia inmensidad, de repente sentí, como si me estrujaran el corazón, que la pálida puerta se abría, fue entonces cuando mis ojos vieron una fila interminable de personas con rostros de sombra. La primera dio un estrepitoso paso adentrándose en mi espacio. Me estremecí mientras la puerta se cerró, y la persona y yo quedamos dentro. Su rostro dejó de ser una sombra intermitente, pude verla claramente, se trataba de una joven, que al juzgar por su apariencia no tenía más de diecisiete años.
En una primera instancia, no me habló, sólo esbozaba palabras que se perdían en un mismo hálito de vacío. Sin embargo, la expresión de su rostro y el veneno de su mirada lo decían todo. Había venido a ocupar mi cuerpo. La miré muy fijamente y la llamé Muriel, porque me recordaba mucho a un personaje de una película de enfermos mentales que llevaba ese nombre. Porque, en realidad, ella nunca me dijo su nombre, y yo nunca lo pregunté – si bien es cierto-.
Desde ese momento, desde el instante en que ella esbozó una sonrisa – común ante cualquiera, aunque malévola para mí – en el umbral de la puerta, allí me di cuenta que jamás volvería a estar sola. Y cuando llegué a esa conclusión, me condené a mí misma a convivir día a día con aquel pensamiento.
Tiempo más tarde, ella comenzó a observar todo lo que yo hacía: con qué personas me frecuentaba más comúnmente, a qué lugares acostumbraba ir, cómo solía expresarme, etc. Ella siempre estaba presente en todo lo que yo hacía y nadie podía verla. Yo era la única que se sentía observada, incómoda, invadida...


Con el tiempo, me fui acostumbrando a su presencia, era como la sombra que nos acompaña desde el momento en que nacemos mientras la luz vela nuestros ojos por primera vez y para siempre.
Si bien su presencia me alteraba, ya se había tornado una costumbre. Pasé a amoldarme a lo que vivía penosamente.
Nuevamente la ruptura del esquema de paz. Muriel esperó a que estuviera sola para acercarse. Me miraba demasiado fijamente para mi gusto, su mirada era tan fuerte y penetrante que me traspasaba, a mí, a los objetos materiales, a la dimensión. Pero a pesar del miedo que sentía por su repentino acercamiento, en algún lugar de mí, estaba muy segura de que no me ocasionaría ningún daño, al menos intencional. Aunque tal vez me equivoqué.
Sus labios se movieron, ella había hablado. Yo no había escuchado lo que me dijo, no logré entender por causa de los nervios. Pero volvió a hablar. Me dijo, con una voz muy dulce, que quería ser la dueña de mis reinos por un tiempo, y también me aclaró que no estaba pidiéndome nada, tan sólo se limitaba a comentarme lo que haría.
Ella me daba lástima, se pasaba la mayor parte del tiempo llorando en rincones, siempre al alcance de mi vista. No terminaba de comprender con claridad lo que quería – a pesar de que ella misma me lo había dicho-.
Un mal día, desperté como siempre, pero más tarde comencé a llorar hasta perder la noción del tiempo. Mis lágrimas caían pálidas e insulsas, sin el sabor especial que le da el sentido. Porque precisamente eso era lo que yo hacía: Llorar sin sentido. Sin embargo, a pesar de no tener razones, podía sentir un terrible dolor que entumecía mi alma y no me permitía pensar en nada más, como si divagara en mi conciencia de un lado a otro.
Me miré al espejo y no era yo, me estaba comportando como Muriel, estaba siendo ella. No comprendí cómo ocurrió, pero de algún modo ella había logrado su cometido. De repente presencié cómo ella se adueñaba de mis reinos y ahora yo era la sombra melancólica que merodeaba sin sentido. Mi cuerpo le pertenecía. Jamás sabré qué o quién es ella ni cómo diablos sucedió que se apoderó de mí. Apenas si yo podía contemplarme sufriendo y llorando sin saber por qué.


Hubo un momento en particular me el que me petrifiqué al contemplarme dañándome a mí misma. Muriel lo hacía. Yo sólo podía observarme desde la penumbra, y mi cuerpo le obedecía como una sombra.
Su propósito era acabar con mi vida, la vida que ella me había robado, y no comprendí en lo absoluto ¿Por qué alguien querría apoderarse de mi cuerpo para luego intentar corromperlo a sí mismo conduciéndolo al suicidio?
Exacto. El episodio que llamó tanto mi atención fue ese, me observaba con un cortaplumas y sentía que las venas de mi muñeca cobraban mayor volumen a medida que la sangre galopaba duro. El timbre de mi casa sonó, no había nadie y me veía en la obligación de atender al llamado. Muriel se espantó y lloró en un rincón – nuevamente-, volví a ser yo.
Una de mis amigas me había venido a visitar pero cuando se marchó, sentí cómo Muriel me expulsaba otra vez. Siempre sucedía lo mismo: cada vez que me encontraba sola, ella era la dueña de mi ser, y, por lo tanto, hacía de mi cuerpo su esclavo.
Llegó un momento en que la situación me colapsó, me cansé de la habitación de mi alma y de la jugarreta a la cual me sometí involuntariamente, y me decidí a defender mi territorio de cualquier modo evitando que Muriel lo tomase. Y funcionó. Se fue, aunque algo me decía que no por mucho tiempo.

Yo había continuado con mi vida comúnmente y pasaron cinco meses completos desde aquel octubre antes de que volviera a verla. Me encontraba con un amigo cuando la vi regresar. Y me habló, con la misma dulce voz de la primera vez. Ya no podía concentrarme en lo que m amigo me decía. Muriel me quería fuera de nuevo, pero yo no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente. No volvería a convertirme en mi polo opuesto, ya que yo siempre me encontraba risueña, casi feliz, sin ningún problema aparente que me abrumara. En cambio, Muriel siempre lloraba y hasta la dulzura y profundidad de su voz era melancolía. Ella amaba la soledad absoluta, ausencia de sonidos, personas, imágenes, presencias... Ella era un gran vacío.
Pero, a pesar de mi resistencia, ella continuaba insistiendo, y mantuvimos varias charlas acerca de cómo eran las cosas, pero realmente no recuerdo con exactitud qué fue lo que dije ni qué me respondió.
Él, mi amigo, fue el único que la conoció encarnada en mi cuerpo, aunque haya sido sólo un instante que probablemente no recuerda.


Después de mucho tiempo de disputas entre las dos, llegamos a un común acuerdo: nos fusionaríamos, intentaríamos ser una, o al menos darnos momentos para cada una.
Hoy, el acuerdo continúa vigente, aunque ella suele ausentarse por largo tiempo, y mi poder en mí es casi total. Pero siempre estoy esperando oír de nuevo la tierna voz, y sentir su puñal helado en mi espalda anunciando mi destierro eterno.

1 comentario:

Daniela dijo...

Ahhhhh, mi Muriel...





[Corderito]